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El Monasterio de Sijena, lo que fue y lo que tiene que ser.

Jueves 1ro de noviembre de 2012 por Antonio Naval

Publicado en la "Magia de Viajar", (Zaragoza), num. 9. marzo 2006, pp. 68-74.

EL MONASTERIO DE SIJENA, LO QUE FUE Y LO QUE TIENE QUE SER

El Monasterio de Sijena, lo que queda, es un fascinante fruto del ingenio y de la iniciativa, de la refinada sensibilidad y de la barbarie. Es, en definitiva, un compendio de una trayectoria histórica larga y fecunda. Lo que éste monasterio ha supuesto y lo que significa, lo que ha vivido y ha acumulado, hace del edificio actual un símbolo, preferentemente para Aragón, y un signo para todo hombre que quiera leer la historia. Esta historia, la de todos, que aquí aparece en su faceta fecunda. Historia que, paradójicamente para los que están “de vuelta” es algo que, porque pasó, ya no existe, y, porque no existe, está simplemente superada. Es la modernidad del postmodernismo. Sijena es y debe presentarse como un documento cuya lectura sea fácil para todos, pues para todos es el mensaje.

La vinculación de este monasterio a la nobleza, lo constituyó en cenobio de élite, y su condición de panteón real le proporcionó un peculiar respeto. Sijena destacó más en el orden de cosas, digamos temporales, que en las que debían de haber sido preferentes en una institución religiosa. Los tiempos, son los tiempos y en cada tiempo se viven sus peculiaridades.

El poder de la comunidad de religiosas rozó lo desmesurado hasta el extremo de poner reticencias a la ejecución del propio Concilio de Trento, cuya orden de clausura las religiosas eludieron mediante una postura inaudita para lo que este Concilio fue, supuso, y estableció. Los recursos acumulados le permitió crear un conjunto de obras de arte sobresalientes, no al margen de una refinada sensibilidad que fue común a las sucesivas comunidades de religiosas. Era la manera de vivir la religiosidad en otros diferentes momentos de la historia. Esta peculiar manera, no fue ajena a una forma de vivir esta vida religiosa como un sucedáneo a la vida cortesana de la que, en no pocas ocasiones, fueron privadas las religiosas enclaustradas, o relativamente enclaustradas.

Activo y referente durante siglos, a partir de finales del siglo XVIII, y sobre todo a lo largo del siglo XIX, la comunidad, y, consiguientemente, el monasterio, entraron en un proceso de decadencia. Esta decadencia fue vista con indiferencia, en parte motivada por las mismas religiosas, por todos cuantos no supieron ver que el cenobio sobrepasaba su propia razón de ser, por ser símbolo, y por las obras de arte que había acumulado.

A juzgar por las fotografías más antiguas que han llegado a nosotros, y por las descripciones de quienes lo visitaron, la fábrica del monasterio había entrado en un acusado y progresivo periodo de deterioro. Sobreabundando en obras de arte a principios de siglo XX éstas estaban acumuladas, no siempre con orden, incrementando la sensación de descuido, no ajeno a un mal gusto que contradecía la exquisitez de las obras adquiridas por generaciones anteriores.

Tras las peticiones de atención, tanto de las religiosas como de visitantes, entre los que dejó un elocuente testimonio José María Quadrado, la comunidad entró en un proceso de desprendimiento progresivo de obras de arte de exquisita factura y relevantes autorías. Fueron desapareciendo tablas del retablo mayor del XVI (hoy en Toledo, Barcelona, Zaragoza y Huesca), y de los que habían estado en los ábsides ( en Barcelona, Zaragoza y Huesca), y las peculiares urnas funerarias del transepto (en Lérida y Zaragoza). La enajenación de obras se incrementó en las primeras décadas del siglo XX cuando vendieron el retablo de la Virgen del Comendador (en Barcelona), y el de la Madre de Dios (en paradero desconocido), entre otras muchas piezas. El proceso continuó hasta el momento en que las últimas religiosas tuvieron que abandonar el Monasterio en los años setenta del siglo XX. Entonces fue cuando se trasladaron las obras que habían sobrevivido, y que ahora están depositadas en el Museo Diocesano de Lérida. Después vendieron las controvertidas piezas adquiridas por la Generalidad. Antes, los desastres de la guerra civil, avergonzaron incluso al propio Durruti, cuyas hordas libertarias cometieron el más irracional de las desastres con la destrucción del monasterio, por la sola razón de ser exponente de la fe y la creencia. Sin embargo, con antelación, otro desastre acaecido cuando iba a finalizar el siglo XVIII fue propicio para la historia. Si a las monjas no les hubieran robado el dinero que tenían acumulado para la renovación prácticamente total del monasterio hubiera desaparecido la sobresaliente iglesia románica y buena parte de las dependencias medievales dispuestas alrededor del claustro. El panteón de las monjas que había sido construido en aquel siglo es un indicio de lo que hubiera sucedido.

Si se hubiera conservado todo lo que el mecenazgo de estas monjas generó, el monumento sería uno de los conjuntos mas refinados existentes en nuestro país. El edificio de la iglesia, relevante construcción medieval con una original portada, tenía en sus tres ábsides retablos de los siglos XV y XVI de delicada factura y sobresaliente valor artístico, y autorías, a veces conocidas, como es la del escultor Gabriel Joli (en Lérida). El recinto de las monjas aún hoy constituye una excepcional solución arquitectónica en las salas de los dormitorios. Todavía más excepcional era la sala capitular, única en España por las inigualables pinturas murales que la decoraban (los restos, en Barcelona). El propio claustro convertido en recolector de excedentes, era un expositor, un tanto deslavazado, y no parece que muy cuidado, de obras tan relevantes como el retablo de Comendador (en Barcelona), finísimo conjunto de tablas pintadas en el siglo XV por excelente mano. Otras obras allí recogidas después de haber sido sustituidas en sus emplazamientos originales, eran los retablos de Santa Waldesca (en Lérida), el de Santa Ana (en Lérida), y el de la Madre de Dios. Había también diversas esculturas (actualmente en Lérida). Conectado con el claustro estaba la sala capitular con sus pinturas al fresco, retablos de relevante escultura (en Lérida), y otras obras. De construcción y ambientación refinada eran las estancias de la abadesa, concebidas como parte de un conjunto diferenciado dentro del monasterio, y por esta razón llamado palacio. En ellas, artesonados y puertas (una, en Barcelona) contribuían a configurar un digno contenedor de obras de arte y muebles solo al alcance de familias acomodadas. La imaginación permite recrear lo que hubiera sido un paseo a través de las distintas estancias recuperadas y con las obras que en ellas hubo, si la fortuna hubiera vencido a la desidia y mantenido el edificio lejos de la barbarie.

Poder y dinero, ingenio y sensibilidad, azar y adversidades intencionadas constituyen a este conjunto en un referente y símbolo, incluso en su carencia y ruina, en su mutilación y deterioro. Por eso este edifico solo puede intervenirse con un exquisito tacto que solo será posible a partir de un bagaje de conocimientos históricos, y unas metodologías propias de la arqueología que iluminen unos criterios muy claros. Debe quedar proscrita la posibilidad de intervención a todo arquitecto que pretenda dejar su huella destacada junto a las de la historia, intentando competir con quienes crearon tal conjunto. Tal posicionamiento descalifica a cualquier arquitecto pretendidamente restaurador. La restauración es una actividad que debe hacerse desde la discreción en la intervención. En ésta radica la excelencia de una buena restauración.

El edificio debe ser elocuente en lo que fue y en lo que pudo ser, testimoniar la sensibilidad de quienes lo generaron y dejar patente la barbarie de quienes intentaron destruirlo. No pueden borrarse estas huellas con el pretexto de no mantener recuerdos que afrenten a quienes las causaron. El monasterio debe ser lección para quienes vienen y vendrán.

Este edificio sometido a tan azarosos acontecimientos cuenta con el privilegio de haber sido rehabilitado en la función para la que fue creado. Es la solución deseable para cualquier edificio histórico. Solo entonces se puede hablar de rehabilitación. Cualquier otra utilización, distinta de la función original, es “cambio e uso”. Ante lo que ya es el socorrido recurso de un parque temático, que es lo que hoy se lleva, para la recuperación del Patrimonio, Sijena ofrece actualmente la autenticidad de su función original, la de la vida monástica, que aquí afortunadamente se ha hecho presente cuando hoy ya constituye una actividad excepcional. Esta función recuperada ni es ni puede ser una limitación. Compaginable con las exigencias que impone la cultura y el derecho al disfrute de bienes culturales que son de todos, esta faceta es una oportunidad y tiene que ser un valor para quienes lo visiten. En esta ocasión, no solo no tienen que adivinar qué pudo ser, sino que, desde la discreción pueden ver qué fueron estos edificios.

La restauración en su día hecha de la sala capitular fue inequívocamente inadecuada, por pretenciosa. Los frescos que poco después de la destrucción de la sala fueron levantados sin que se sepa exactamente a iniciativa de quien, y que actualmente están depositados en el Museo llamado Nacional de Cataluña deben volver. Lo que se ha conservado de ellos, que en su apariencia actual está muy lejos de su aspecto original, son algo extraordinario y único en nuestro país, España. En esa sala debe estar la silla de la priora doña Blanca, originalmente en el coro, y actualmente en el museo Diocesano de Lérida.

Es impensable que altares como el retablo de la Virgen del Comendador vuelvan, o que se pueda recomponer el retablo mayor, del siglo XVI, actualmente repartido en varios museos, pero se pueden recobrar numerosas piezas, a veces fragmentos mutilados, que servirían para evocar lo que el recinto fue. Entre las piezas compradas por la Generalidad se halla una puerta (actualmente en Barcelona), trabajo artesanal, de excepcional valor, no precisamente por su refinamiento artístico sino por su antigüedad y el nivel de terminado de obra que podían obtener los artesanos. Fragmentos de pinturas del comedor (en Barcelona), y otros utensilios más pequeños, podrían ser puntos de apoyo para recomponer un desvanecido esplendor.

Una mención especial merece el llamado portapaz, que más exactamente era un relicario. En realidad era pieza irrecuperable porque llegó al Museo de Cataluña por venta de la religiosas, y de forma desconcertante desapareció de él desconociéndose su paradero. Era una de las piezas singulares que acumuló el monasterio, índice de sus posibilidades y exponente de un gusto que solo estaba al alcance de cortes europeas, como la borgoñona.

Antonio NAVAL MAS, profesor de Historia del Arte, y especialista en Patrimonio Emigrado desde el Alto Aragón.


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